Para encontrar la esencia de la vida, una de las cosas que debemos aprender a percibir, es el estruendo del silencio, ese que permite conocerse a si mismo y a lo que te rodea.
Pero así como hay muchas clases de quereres, también hay muchas clases de silencios...
El silencio de los largos abrazos dejando todo el protagonismo al sentimiento.
El silencio que puede ser ofensivo, traidor, inteligente y más doloroso que cualquier bofetada. Pero también puede fortificar y mortificar las almas.
Había un literato inglés, que decía, que el silencio es un gran arte para la conversación.
La hermosura infinita de un silencio apropiado, frente a un ruido impertinente.
El silencio del silencio.
Y el de aquellos lugares refugio donde puedes escucharte, donde te oyes pensar.
El silencio de la ausencia, después de aquellos tiempos con esos seres queridos con los que fuimos tan felices, y ya no están.
Cuán atractivo puede resultar el silencio en una persona, atractivo, seductor y misterioso.
El silencio terriblemente romántico, para aquellos que como yo, ven más peligrosos unos ojos, que un escote o unos musculitos. La insinuación de unos ojos magos.
La mirada silenciosa, que grita “te quiero”, con una dulzura loca.
Cuando entre dos personas surge ese silencio agradable, donde no es necesario decir nada.
¿Qué se oye cuando no se oye nada?
Sin duda alguna, el silencio más desgarrador, es el silencio de Dios.
Pero aún me queda la certeza, de que las melodías más hermosas, viven en la mente de los sordos. Y el último suspiro de la gente buena, es el latir precioso que se escucha en el silencio de las noches bellas.
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